viernes, 3 de junio de 2016

Yesterday


Si me comparo con los jóvenes de ahora, yo tuve pocas cosas en mi adolescencia. En realidad, si me comparo con mis compañeros de entonces, también tenía pocas cosas. Pocos libros, pocos discos, pocas camisetas y hasta pocos novios. Y no es que fuéramos pobres, mi padre llegaba los viernes por la noche con su fiambrera de aluminio rebañada y un sobre marrón con la paga semanal. En aquellos años se cobraba semanalmente. Tampoco es que no apreciasen los libros, teníamos una enciclopedia Espasa en el salón y algún libro de tapa dura al que nunca pude hincarle el diente. Recuerdo con absoluta claridad los libros que heredé de un vecino mayor: Clásicos Juveniles de Julio Verne y las Aventuras de los cinco. Y recuerdo todavía más los primeros libros que compré arañando una asignación paupérrima: La vida del Che Guevara y una antología de Antonio Machado. 

Mi tía Carmen vivía con nosotros. Las tardes de invierno -a esa conclusión llegué muchos años después- tenían un aire literario de posguerra: mi tía sentada a la máquina de coser, la luz fluorescente de la habitación donde cosía, la voz de Matilde Conesa en las novelas de la radio. Mi tía Carmen me hacía vestidos maravillosos que, llegada una edad, me horripilaron. Yo quería vaqueros Lois o Wrangler, quería camisetas de algodón y bambas, así las llamábamos en aquella Barcelona primaveral de los setenta. Porque siempre es primavera en mi recuerdo. Siempre sube una brisa cálida por la avenida del Carrilet y los árboles se estremecen con hojas verdes recién estrenadas. Tal vez por eso me gusta tanto Marsé.

También teníamos tocadiscos, uno portátil como un maletín. Al abrirlo, la tapa resultaba ser el altavoz y en la parte de abajo estaba el plato, con aquella aguja delicada que había que mimar. A mi padre le gustaba Pérez Prado y los domingos tenían siempre un aire caribeño-charnego difícil de explicar. También teníamos discos pequeños, los singles que regalaban con las tapas de Fundador: Víctor Manuel, Jorge Cafrune, Tony Ronald, Albert Hammond...
Y también en este caso recuerdo a la perfección los primeros discos que compré, aventurándome en el Barrio Gótico sin permiso paterno, con el corazón a mil por hora, con la terrible conciencia del pecado de la libertad. Aún conservo aquellos discos: Tommy, de los Who y una recopilación de los Beatles, un disco hermoso, con una tremenda bandera inglesa ocupándolo todo.

Ayer Paul McCartney dio un concierto en Madrid. Me llegaron audios, vídeos y fotos de alguien que tuvo más suerte que yo. Al escuchar esas canciones, en el fragor de la noche madrileña que imagino calurosa y estrellada, junto con la alegría compartida, llegó una ola tibia de melancolía. Los Beatles ya se habían separado hacía mucho tiempo cuando yo corría por la Puerta del Ángel con los discos apretados contra mi pecho. Sin embargo, escucho cualquiera de sus canciones y sé que son el inevitable sonido del tiempo que se fue. Hey Jude, Here come the sun, Eleanor Rigby...se convirtieron pronto en la caprichosa banda sonora de una adolescencia ardorosa y solitaria. 

Ayer volvieron por un instante las primaveras barcelonesas de cielos limpios, cargadas de incertidumbre, de soledad y de dramáticas tristezas. Volvieron, simplemente, las primaveras barcelonesas de cielos limpios. Cuántas cosas tenía yo sin saberlo.