jueves, 17 de enero de 2019

Isla Negra


No podía imaginarme, cuando veía las fotos de Neruda y Matilde, que Isla Negra fuese un lugar como este. En realidad, no me imaginaba más que una nebulosa de mar construida con palabras y fragmentos de poemas. Me podía la sonoridad del nombre: Isla Negra, como si fuese un país remoto. Tal vez un país imaginario construido de intimidades y metáforas, pero no sustentado en arena y piedra. En cualquier caso, siempre lejano, siempre imposible, siempre inalcanzable.
En algún lugar he leído que no merece la pena pensar en los sueños si no es con cierta esperanza. No sé si he pensado con esperanza en Isla Negra, si este lugar significa algo especial más allá de su aureola poética, pero lo cierto es que estoy aquí.





Y a pesar de no ser una isla, ni ser enteramente negra, no puedo decir que me sienta defraudada. Es como si el mar se hubiera derramado dentro del sueño tiñéndolo todo de azul, inundando de caracolas y cachivaches los espacios vacíos. El propio Neruda bautizó este lugar como “isla”, por encontrar en él esa vocación de aislamiento que le permitió escribir gran parte de su Canto general. Y “negra” por los acantilados rocosos que separan la casa del mar.
Para llegar hasta aquí desde la carretera, primero se desciende por un camino de tierra para ascender nuevamente hasta el promontorio donde se encuentra la Fundación Pablo Neruda. No hay un solo edificio, la casa se fue ampliando y agrandando hasta formar un conjunto anárquico y personal de construcciones, pasadizos, escaleras y patios [la casa fue creciendo, como la gente, como los árboles]. Si hay una impresión que permanece es la de que Pablo Neruda vivió aquí como le dio la gana.¿Qué pensaría si viera estas colas de turistas sedientos de poesía? ¿Cómo explicar nuestra necesidad de voyeurismo literario?

Algo bueno tengo que decir de la organización: ofrecen a cada visitante una audioguía y el acceso se realiza en grupos de no más de veinte personas. Y aunque hay un orden determinado en el recorrido, cada uno puede escuchar o no escuchar, demorarse en los detalles de una habitación, pasar de largo en otras o retroceder si algo ha quedado pendiente. El espectáculo de los seres deambulantes abducidos por la audioguía se compensa con creces con el silencio y la tranquilidad.
Neruda coleccionaba de todo. Da la impresión de que quisiera parapetarse de la muerte, de las adversidades, construir un refugio donde parar el tiempo rodeado de todo aquello que consideraba hermoso, diferente o especial. Lo más espectacular: los mascarones de proa; supervivientes de naufragios, desguaces, comprados en anticuarios o regalados, ocupan casi la totalidad del gran salón de la casa. Todos guardan una historia, a algunos, incluso, les pertenece un poema. Pero también se guardan caracolas marinas, réplicas de veleros dentro de botellas, instrumentos de navegación… Tengo la impresión de que a Neruda le hubiera encantado ser capitán de barco o pirata o cazador de ballenas. Se rodeó de mar por todas partes, dentro y fuera de su casa [El océano Pacífico se salía del mapa. No había dónde ponerlo. Era tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte. Por eso lo dejaron frente a mi ventana].





Y sin embargo, no sabía navegar. En el jardín hay un pequeño barco de pesca, con la proa hacia el océano en el que le gustaba sentarse con sus amigos a tomar un aperitivo. El aire en la cara, el horizonte marino…quién sabe si después de varias copas revivía la impresión que tuvo de niño al enfrentarse por primera vez al mar.


Otro de los pilares sobre los que se sustentó este lugar fueron los amigos. Y se nota. Hay sofás confortables al lado de la chimenea, frente a las grandes cristaleras, hay una mesa grande para muchos comensales, permanecen los murmullos lejanos, pequeños recuerdos colgados de las paredes, una pátina de uso que parece guardar el secreto de los objetos inertes. Pero, además, Neruda construyó un bar. Un bar con barra, botellero, taburetes, veladores y sillas donde él mismo servía a sus invitados como si estuvieran en cualquier antro de París. En las vigas del techo, grabados sobre la madera, pueden leerse muchos nombres: Federico García Lorca, Miguel Hernández, Alberto Sánchez, Eluard, Loco del Campo…nombres de amigos que garabateaba por todas partes para sentirlos cerca.




Encima de ese bar está el dormitorio principal de la casa. Dos paredes de cristal sustituyen a los muros de piedra. Estar aquí tumbado debe de ser lo más parecido a flotar sobre las olas. La cama está colocada en el centro, de manera oblicua, para que el sol del amanecer comenzase iluminando la cabeza y el último rayo se despidiese a los pies. Tiene una colcha de ganchillo blanca, como las que tejían nuestras abuelas. No pude preguntar a nadie si era original, pero me pareció un detalle de inexplicable ternura que me llevó a pensar en Matilde. No hay ninguna huella de ella en Isla Negra. Un discreto tocador en la esquina del dormitorio, la colcha blanca… ¿quién fue realmente Matilde Urrutia? ¿qué soñó? ¿qué deseó cuando miraba este horizonte de mar bravo? ¿Tuvo una buena vida al lado de Neruda? ¿Tuvo, en todo caso, la vida que soñaba o se dejó arrasar por el torrente de la poesía? Matilde es la gran ausente en isla Negra.


Tampoco aquí hay libros. La cercanía del mar amenazaba con deteriorarlos y fueron trasladados a La Chacona, la otra casa de Neruda en Santiago, encaramada como esta, en un cerro del barrio de Bellavista. 



La visita termina al final de un senderito que te lleva al borde del mar. Las dos tumbas silenciosas, humildes, un par de nombres, varias fechas y la eternidad. No son tumbas tristes, al menos me han producido una gran tranquilidad, una sensación de reposo y libertad. Frente a este mar, para siempre.





 Hoy que ya no leería sus 20 poemas de amor, ni siquiera la canción desesperada; hoy que sé que Neruda abandonó a su primera esposa y a su hija enferma de hidrocefalia; hoy me pregunto por qué, a pesar de todo, quise llegar hasta Isla Negra.




































lunes, 7 de enero de 2019

El discreto encanto de la burguesía


He leído en internet la opinión de alguien que se había decepcionado al ver lo "normal" que era la casa de Dickens en Londres. Y es cierto. Creo que en eso radica justamente su encanto, en ofrecer ese otro lado del espejo en el que se refleja la gloria. También he leído que Dickens solía salir de su estudio cuando tenía visitas y, sentándose en una esquina del salón, podía seguir la conversación a la vez que terminaba de escribir unas páginas. Algo, a mi parecer, más sorprendente que vivir en una casa "normal".
Cuando Charles Dickens se mudó a este edificio en el 48 de Doughty Street -gozando ya de cierto éxito- él mismo tuvo conciencia de subir un listón en la escala social: una casa de tres plantas con sótano y cocina, un pequeño jardín y habitaciones para su extensa familia. Catherine Hogarth, la esposa del escritor, tuvo veinte embarazos de los que "sólo" llegaron a buen puerto diez.
Si algo llamó mi atención en Doughty Street fue su serena y limpia uniformidad: las verjas negras brillantes, el ladrillo rojo, las puertas de las casas pintadas de colores diferentes, la prometedora calidez que se adivina detrás de los visillos. El número 48 no es diferente, aunque al traspasar la puerta azul se despierte algo parecido a una ligera emoción infantil. El comedor lo ocupa la mesa preparada con todos los servicios; a su lado el salón, donde tenían lugar las lecturas dramatizadas a juzgar por el sobado atril de madera. La pulcritud de habitaciones de los niños; el dormitorio principal con su pequeño cuarto de aseo, el desgastado escritorio por dónde corrió la pluma, los cuadros y los grabados, incluso las ventanas y la luz que se filtra por ellas parecen formar parte de un pasaje efímero hacia otro tiempo.
La casa de Dickens permanece paralizada en el tiempo, detenido el devenir cotidiano por un leve accidente. De un momento a otro es como si sus habitantes fuesen a entrar por la puerta o a cobrar vida los trajes colgados en las perchas. El fantasmal vestido de Mary Hogarth, la cuñada de Dickens que murió en esta casa con 17 años y por la que el escritor profesaba una oscura atracción, espera palpitante una indicación para echar a andar. La ilusión de realidad es casi tan perfecta como cualquiera de las páginas del artista. Una confortable y práctica casa burguesa con el discreto encanto de la normalidad.
Voy de un lado a otro como una visitante conocida a la que sus dueños dejan absoluta libertad. En cada estancia quisiera saciar mi perniciosa curiosidad por el ser humano, acercarme, tal vez, al misterio de la creación artística. Aunque aquí sólo permanece, una vez más, el esmerado y lejano retrato de otro tiempo.

















martes, 1 de enero de 2019

2019


Hace tiempo, cuando escribía habitualmente en el blog, solía empezar el año con una imagen de Marcello Mastroiani. Me gustaba, y me sigue gustando, esa elegancia triste que desprende en casi todas sus fotografías. Empezar el año con una imagen suya, alejada de cualquier referencia temporal, tenía para mí ese algo de página en blanco, de playa desierta dispuesta a todo.
No me gustan demasiado los balances. En estas fechas suele ser habitual caer en la tentación del recuento de lo vivido. Incluso las redes sociales lo hacen todo por nosotros: nos ofrecen los mejores recuerdos enlatados, las fotos más exitosas, los post más comentados... Sin embargo, siempre temo que al hacerlo engorde la columna del "debe" frente al escuálido "haber".
Es cobardía, lo sé, pero no quiero que nadie me recuerde las pérdidas. Este ha sido un año de pérdidas.
Prefiero la incertidumbre -o la huida, según se mire- hacia un desconocido futuro. Tampoco me gustan los propósitos, a menudo acabo traicionándolos de la manera más pueril y patética. Cumplir años sólo trae de bueno ese ligero conocimiento sobre las propias debilidades. Así pues, liberada de promesas y balances, comienzo a andar de nuevo en este blog.
Quién puede saber por cuánto tiempo.