Blu Palinuro
viernes, 26 de abril de 2019
26 de abril
Hoy es el cumpleaños de mi padre. En la foto estamos dando su último paseo, aunque entonces ni él ni yo lo sabíamos.
Algunas veces repetía, como una canción aprendida, que se iba a morir pronto. Yo espantaba sus palabras con bromas exageradas, daba manotazos al tiempo como quien espanta moscas pertinaces.
Los últimos años fueron años de paciencia y hospitales. Estas cosas son latosas, decían los médicos, y su padre es ya mayor. Cuando estaba mejor, salía de la habitación despidiéndose del compañero de turno: "Vamos a dar un garbeo". Mi padre tenía un sentido de humor peculiar, un poco rústico y acharnegado para la retranca gallega.
Del día de la foto sí que recuerdo la presión de su brazo huesudo sobre el mío. Íbamos muy despacio, tal vez no tenía muchas ganas de caminar, pero no quiso contrariarme. La enfermedad lo fue succionando desde dentro hasta convertirlo en un pajarito desplumado. Cuando se veía las piernas de alambre siempre repetía: " Ya me explicarás...mira qué piernas...vaya mierda de tío". Aprendí a hacer como que no lo oía, a cambiar de conversación, a guasearme de sus miserias hasta hacerlo sonreír. Pero lo cierto es que sí lo oía. Lo cierto es que tenía razón.
Algunas tardes primaverales me da por extrañarlo. Siento que no esté aquí, que se hayan terminado para él las brisas cálidas y la luz que presagia la plenitud del verano. Y si pienso en él nunca lo recuerdo en su escenario habitual, ese banco del paseo marítimo donde se sentaba al sol, fatigado, con su boina y su bastón o las innumerables habitaciones de hospital.
Si pienso en él, lo veo en las calles de una primavera barcelonesa con el futuro colándose entre las primeras hojas verdes. Quiero pensarlo ligero, llevándome de la mano Ramblas abajo, camino del mar. Los dos solos, dándonos un garbeo.
Felicidades papá.
miércoles, 13 de marzo de 2019
Postales de New York
Algunas veces, los vientos favorables te empujan a buen puerto.
Ya está en la calle Postales de New York, con las preciosas ilustraciones de Eduardo Baamonde. Ediciones del Viento tiene la culpa. A modo de aperitivo, aquí os dejo la primera página:
¿Puede el
hombre conocer el Universo? Dios santo, no perderse en Chinatown ya es bastante
difícil
Desmontando a Harry. Woody Allen
Delante de la ventana tengo la escalera de incendios del edificio. Por las
mañanas vienen dos palomas a arrullarse. Es lo primero que oigo cuando me
despierto. Un sonido monótono y casi desganado que suena a amanecer, a algo
nuevo. Hoy no han venido. Hoy llueve y el único sonido que me llega es el de
las gotas estrellándose en el suelo del patio. Sunnyside bajo la lluvia queda
suspendido en el tiempo. La densidad de los árboles viejos suaviza las fachadas
de algunos edificios; las ramas más inquietas llegan hasta la segunda planta,
dibujan horizontes verdes en las ventanas abiertas.
El apartamento es pequeño, práctico, suficiente para vivir con cierta
comodidad. Forma parte de uno de esos inmuebles, de tres o cuatro alturas, con
el aspecto consistente, industrial, que caracteriza a New York. Parecen hechos
para durar eternamente: las puertas, las ventanas, los ascensores, el ladrillo
rojo.
Hay un jardín interior con algunos bancos para sentarse, aunque nunca he
visto a nadie. En el vestíbulo aparecen siempre objetos, ropa, libros colocados
en perfecto orden encima de una repisa. Rara vez duran más de un día y siempre
son sustituidos por otros objetos, otros libros, otra ropa.
Cerca de casa hay un pequeño negocio de comida china para llevar. Algunas
veces he esperado sentada en la acera mientras me calentaban el cerdo agridulce
o los rollitos de primavera. El traqueteo metálico del metro elevado llegaba a
ráfagas intermitentes anegando ruidos y conversaciones que se posponían sin
prisa.
En las noches cálidas, el barrio entero se echa a la calle y todo toma un
aire de pueblo, de infancia; de algo que será nostalgia incluso antes de
terminar.
domingo, 3 de febrero de 2019
Vivir es mucho más difícil
Mayakovski y su amada Lili Brik |
Dos días antes de pegarse un tiro en el pecho, el poeta ruso Mayakovski escribió esta nota:
De mi muerte, no se culpe a nadie. Y, por favor, nada de murmuraciones. Al difunto le molestaban enormemente. Mamá, hermanas, camaradas, perdonadme. No es un método (no se lo aconsejo a nadie), pero no tengo alternativa. Lilí, ámame.
Camarada gobierno: mi familia se compone de Lilí Brik, mi madre, mis hermanas y Verónica Vitoldóvna Polónskaia. Si les haces la vida llevadera, gracias. Envíen los versos sin terminar a los Brik. Ellos sabrán descifrarlos. Como se dice: el “incidente” ha terminado. La barca del amor se estrelló contra la vulgaridad. Estoy en paz con la vida. Es inútil recordar dolores, desgracias y ofensas mutuas. Buena suerte.
Vladimir Mayakovski
12-IV-1930
Camaradas de la Rapp, no me toméis por un cobarde. En serio, no hay nada que hacer. Saludos. Decídle a Yermílov que lamento haber retirado el cartel. Tenía que haber discutido hasta el fin.V.M.
UNA POESÍA DE VLADIMIR MAYAKOVSKI
¡Resucitadme,
aunque sólo sea,
porque soy poeta
y esperaba el futuro,
luchando contra las mezquindades de la vida cotidiana!
¡Resucitadme,
aunque solo sea por esto!
¡Resucitadme,
quiero acabar de vivir lo mío,
mi vida.
es espléndida
Y vivir,
es espléndido.
Y en nuestra hirviente
jornada combativa
más todavía.
Se vive bien
En el país de los soviets
Se puede vivir
y trabajar a gusto
Pero
–por desgracia–
no tenemos muchos poetas
En esta vida
morir es fácil
Vivir
es mucho más difícil.
jueves, 17 de enero de 2019
Isla Negra
No podía imaginarme, cuando veía las fotos de Neruda y Matilde, que Isla Negra fuese un lugar como este. En realidad, no me imaginaba más que una nebulosa de mar construida con palabras y fragmentos de poemas. Me podía la sonoridad del nombre: Isla Negra, como si fuese un país remoto. Tal vez un país imaginario construido de intimidades y metáforas, pero no sustentado en arena y piedra. En cualquier caso, siempre lejano, siempre imposible, siempre inalcanzable.
En algún lugar he leído que no merece la pena pensar en los sueños si no es con cierta esperanza. No sé si he pensado con esperanza en Isla Negra, si este lugar significa algo especial más allá de su aureola poética, pero lo cierto es que estoy aquí.
Y a pesar de no ser una isla, ni ser enteramente negra, no puedo decir que me sienta defraudada. Es como si el mar se hubiera derramado dentro del sueño tiñéndolo todo de azul, inundando de caracolas y cachivaches los espacios vacíos. El propio Neruda bautizó este lugar como “isla”, por encontrar en él esa vocación de aislamiento que le permitió escribir gran parte de su Canto general. Y “negra” por los acantilados rocosos que separan la casa del mar.
Para llegar hasta aquí desde la carretera, primero se desciende por un camino de tierra para ascender nuevamente hasta el promontorio donde se encuentra la Fundación Pablo Neruda. No hay un solo edificio, la casa se fue ampliando y agrandando hasta formar un conjunto anárquico y personal de construcciones, pasadizos, escaleras y patios [la casa fue creciendo, como la gente, como los árboles]. Si hay una impresión que permanece es la de que Pablo Neruda vivió aquí como le dio la gana.¿Qué pensaría si viera estas colas de turistas sedientos de poesía? ¿Cómo explicar nuestra necesidad de voyeurismo literario?
Algo bueno tengo que decir de la organización: ofrecen a cada visitante una audioguía y el acceso se realiza en grupos de no más de veinte personas. Y aunque hay un orden determinado en el recorrido, cada uno puede escuchar o no escuchar, demorarse en los detalles de una habitación, pasar de largo en otras o retroceder si algo ha quedado pendiente. El espectáculo de los seres deambulantes abducidos por la audioguía se compensa con creces con el silencio y la tranquilidad.
Neruda coleccionaba de todo. Da la impresión de que quisiera parapetarse de la muerte, de las adversidades, construir un refugio donde parar el tiempo rodeado de todo aquello que consideraba hermoso, diferente o especial. Lo más espectacular: los mascarones de proa; supervivientes de naufragios, desguaces, comprados en anticuarios o regalados, ocupan casi la totalidad del gran salón de la casa. Todos guardan una historia, a algunos, incluso, les pertenece un poema. Pero también se guardan caracolas marinas, réplicas de veleros dentro de botellas, instrumentos de navegación… Tengo la impresión de que a Neruda le hubiera encantado ser capitán de barco o pirata o cazador de ballenas. Se rodeó de mar por todas partes, dentro y fuera de su casa [El océano Pacífico se salía del mapa. No había dónde ponerlo. Era tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte. Por eso lo dejaron frente a mi ventana].
Y sin embargo, no sabía navegar. En el jardín hay un pequeño barco de pesca, con la proa hacia el océano en el que le gustaba sentarse con sus amigos a tomar un aperitivo. El aire en la cara, el horizonte marino…quién sabe si después de varias copas revivía la impresión que tuvo de niño al enfrentarse por primera vez al mar.
Otro de los pilares sobre los que se sustentó este lugar fueron los amigos. Y se nota. Hay sofás confortables al lado de la chimenea, frente a las grandes cristaleras, hay una mesa grande para muchos comensales, permanecen los murmullos lejanos, pequeños recuerdos colgados de las paredes, una pátina de uso que parece guardar el secreto de los objetos inertes. Pero, además, Neruda construyó un bar. Un bar con barra, botellero, taburetes, veladores y sillas donde él mismo servía a sus invitados como si estuvieran en cualquier antro de París. En las vigas del techo, grabados sobre la madera, pueden leerse muchos nombres: Federico García Lorca, Miguel Hernández, Alberto Sánchez, Eluard, Loco del Campo…nombres de amigos que garabateaba por todas partes para sentirlos cerca.
Encima de ese bar está el dormitorio principal de la casa. Dos paredes de cristal sustituyen a los muros de piedra. Estar aquí tumbado debe de ser lo más parecido a flotar sobre las olas. La cama está colocada en el centro, de manera oblicua, para que el sol del amanecer comenzase iluminando la cabeza y el último rayo se despidiese a los pies. Tiene una colcha de ganchillo blanca, como las que tejían nuestras abuelas. No pude preguntar a nadie si era original, pero me pareció un detalle de inexplicable ternura que me llevó a pensar en Matilde. No hay ninguna huella de ella en Isla Negra. Un discreto tocador en la esquina del dormitorio, la colcha blanca… ¿quién fue realmente Matilde Urrutia? ¿qué soñó? ¿qué deseó cuando miraba este horizonte de mar bravo? ¿Tuvo una buena vida al lado de Neruda? ¿Tuvo, en todo caso, la vida que soñaba o se dejó arrasar por el torrente de la poesía? Matilde es la gran ausente en isla Negra.
Tampoco aquí hay libros. La cercanía del mar amenazaba con deteriorarlos y fueron trasladados a La Chacona, la otra casa de Neruda en Santiago, encaramada como esta, en un cerro del barrio de Bellavista.
La visita termina al final de un senderito que te lleva al borde del mar. Las dos tumbas silenciosas, humildes, un par de nombres, varias fechas y la eternidad. No son tumbas tristes, al menos me han producido una gran tranquilidad, una sensación de reposo y libertad. Frente a este mar, para siempre.
lunes, 7 de enero de 2019
El discreto encanto de la burguesía
Cuando Charles Dickens se mudó a este edificio en el 48 de Doughty Street -gozando ya de cierto éxito- él mismo tuvo conciencia de subir un listón en la escala social: una casa de tres plantas con sótano y cocina, un pequeño jardín y habitaciones para su extensa familia. Catherine Hogarth, la esposa del escritor, tuvo veinte embarazos de los que "sólo" llegaron a buen puerto diez.
Si algo llamó mi atención en Doughty Street fue su serena y limpia uniformidad: las verjas negras brillantes, el ladrillo rojo, las puertas de las casas pintadas de colores diferentes, la prometedora calidez que se adivina detrás de los visillos. El número 48 no es diferente, aunque al traspasar la puerta azul se despierte algo parecido a una ligera emoción infantil. El comedor lo ocupa la mesa preparada con todos los servicios; a su lado el salón, donde tenían lugar las lecturas dramatizadas a juzgar por el sobado atril de madera. La pulcritud de habitaciones de los niños; el dormitorio principal con su pequeño cuarto de aseo, el desgastado escritorio por dónde corrió la pluma, los cuadros y los grabados, incluso las ventanas y la luz que se filtra por ellas parecen formar parte de un pasaje efímero hacia otro tiempo.
La casa de Dickens permanece paralizada en el tiempo, detenido el devenir cotidiano por un leve accidente. De un momento a otro es como si sus habitantes fuesen a entrar por la puerta o a cobrar vida los trajes colgados en las perchas. El fantasmal vestido de Mary Hogarth, la cuñada de Dickens que murió en esta casa con 17 años y por la que el escritor profesaba una oscura atracción, espera palpitante una indicación para echar a andar. La ilusión de realidad es casi tan perfecta como cualquiera de las páginas del artista. Una confortable y práctica casa burguesa con el discreto encanto de la normalidad.
Voy de un lado a otro como una visitante conocida a la que sus dueños dejan absoluta libertad. En cada estancia quisiera saciar mi perniciosa curiosidad por el ser humano, acercarme, tal vez, al misterio de la creación artística. Aunque aquí sólo permanece, una vez más, el esmerado y lejano retrato de otro tiempo.
martes, 1 de enero de 2019
2019
Hace tiempo, cuando escribía habitualmente en el blog, solía empezar el año con una imagen de Marcello Mastroiani. Me gustaba, y me sigue gustando, esa elegancia triste que desprende en casi todas sus fotografías. Empezar el año con una imagen suya, alejada de cualquier referencia temporal, tenía para mí ese algo de página en blanco, de playa desierta dispuesta a todo.
No me gustan demasiado los balances. En estas fechas suele ser habitual caer en la tentación del recuento de lo vivido. Incluso las redes sociales lo hacen todo por nosotros: nos ofrecen los mejores recuerdos enlatados, las fotos más exitosas, los post más comentados... Sin embargo, siempre temo que al hacerlo engorde la columna del "debe" frente al escuálido "haber".
Es cobardía, lo sé, pero no quiero que nadie me recuerde las pérdidas. Este ha sido un año de pérdidas.
Prefiero la incertidumbre -o la huida, según se mire- hacia un desconocido futuro. Tampoco me gustan los propósitos, a menudo acabo traicionándolos de la manera más pueril y patética. Cumplir años sólo trae de bueno ese ligero conocimiento sobre las propias debilidades. Así pues, liberada de promesas y balances, comienzo a andar de nuevo en este blog.
Quién puede saber por cuánto tiempo.
domingo, 24 de septiembre de 2017
Otoño
En estas fechas viene siendo habitual que las redes sociales se saturen de imágenes otoñales como culmen de la felicidad. Sillones orejeros frente a un ventanal empapado de lluvia, una mantita y un libro abierto junto a una humeante taza de té conforman el imaginario colectivo, defendido hasta la saciedad.
Lo siento pero no puedo encontrar la razón de tanta alegría hipster. La lluvia no tiene nada de apetecible para los que, como yo, vivimos dentro de la humedad desde ahora hasta junio. Estar obligado a la clausura no es una opción para los que, como yo, creemos que como fuera de casa no se está en ningún sitio.
Si algo excita mi imaginación y eleva mi espíritu aventurero es la imagen de una tarde soleada, pies en alto, abandono gandul sobre una hamaca y una jarrita de sangría.
Un largo y gélido camino me aguarda. Siempre me quedará la Literatura.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)