lunes, 7 de enero de 2019

El discreto encanto de la burguesía


He leído en internet la opinión de alguien que se había decepcionado al ver lo "normal" que era la casa de Dickens en Londres. Y es cierto. Creo que en eso radica justamente su encanto, en ofrecer ese otro lado del espejo en el que se refleja la gloria. También he leído que Dickens solía salir de su estudio cuando tenía visitas y, sentándose en una esquina del salón, podía seguir la conversación a la vez que terminaba de escribir unas páginas. Algo, a mi parecer, más sorprendente que vivir en una casa "normal".
Cuando Charles Dickens se mudó a este edificio en el 48 de Doughty Street -gozando ya de cierto éxito- él mismo tuvo conciencia de subir un listón en la escala social: una casa de tres plantas con sótano y cocina, un pequeño jardín y habitaciones para su extensa familia. Catherine Hogarth, la esposa del escritor, tuvo veinte embarazos de los que "sólo" llegaron a buen puerto diez.
Si algo llamó mi atención en Doughty Street fue su serena y limpia uniformidad: las verjas negras brillantes, el ladrillo rojo, las puertas de las casas pintadas de colores diferentes, la prometedora calidez que se adivina detrás de los visillos. El número 48 no es diferente, aunque al traspasar la puerta azul se despierte algo parecido a una ligera emoción infantil. El comedor lo ocupa la mesa preparada con todos los servicios; a su lado el salón, donde tenían lugar las lecturas dramatizadas a juzgar por el sobado atril de madera. La pulcritud de habitaciones de los niños; el dormitorio principal con su pequeño cuarto de aseo, el desgastado escritorio por dónde corrió la pluma, los cuadros y los grabados, incluso las ventanas y la luz que se filtra por ellas parecen formar parte de un pasaje efímero hacia otro tiempo.
La casa de Dickens permanece paralizada en el tiempo, detenido el devenir cotidiano por un leve accidente. De un momento a otro es como si sus habitantes fuesen a entrar por la puerta o a cobrar vida los trajes colgados en las perchas. El fantasmal vestido de Mary Hogarth, la cuñada de Dickens que murió en esta casa con 17 años y por la que el escritor profesaba una oscura atracción, espera palpitante una indicación para echar a andar. La ilusión de realidad es casi tan perfecta como cualquiera de las páginas del artista. Una confortable y práctica casa burguesa con el discreto encanto de la normalidad.
Voy de un lado a otro como una visitante conocida a la que sus dueños dejan absoluta libertad. En cada estancia quisiera saciar mi perniciosa curiosidad por el ser humano, acercarme, tal vez, al misterio de la creación artística. Aunque aquí sólo permanece, una vez más, el esmerado y lejano retrato de otro tiempo.

















3 comentarios:

  1. Fui yo quien escribió ese comentario en internet. Claro, tantas grandes esperanzasn puestas en la casa, y resulta que era más pequeña que el pisazo que habito. Bueno, ahora en serio. ¿Pero dónde vive la gente? Ay! ¿Dónde están los lectores de Dickens de aquellos años que verían este piso como un palacio y no los que llegan ahora?
    En fin.. quédate con la casa, que tengo comprobado que cuanto más sabes de alguien que te interesa por su arte, menos quieres saber...
    Un saludito.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¿En serio que dijiste tú lo de la casa "normal"? Sería una coincidencia tremenda. Tienes razón en lo de que casi siempre es mejor quedarse en la literatura y no ir más allá. Yo suelo visitar las casas de los escritores/as, incluso algún cementerio...no me digas por qué... pero me gusta.
      Un saludo.

      Eliminar
  2. Jajaja.. No, no.. Estaba vacilando. Señor, esto de la ironía o la coña en la red si no pones el consabido jaja es un sinvivir.
    A cementerios sí suelo ir (y también me gusta), pero a casa de escritores no he tenido el placer. Por ahora estoy en la fase "librerías"...a eso sí me encanta ir ;-)

    ResponderEliminar